«Las Melodías que escuchamos son dulces, pero más dulces son las que no podemos escuchar».
Otra vez esa estancia, cálida, iluminada, tan acogedora. No recuerda cómo ha llegado hasta allí, pero no quiere marcharse, quizá pueda hacer un pacto con la eternidad. Respira con todo su ser, sin límites entre su piel y la atmósfera que lo envuelve. Sus sentidos se han expandido, y todas las sensaciones flotan, unidas, armoniosas, y se entrega a ellas.
Y entonces percibe esa bruma sonora, que lo envuelve todo, que está cerca y está lejos, que está dentro. Una melodía etérea, ancestral, infinita. Una certeza… y una presencia. Y un bombo, que resuena en su corazón y diluye la escena.
A abrir los ojos lo primero que ve es la luz de la luna apagándose ante los primeros rayos del amanecer. Es muy temprano, pero se incorpora impetuoso y se asoma a la ventana. Inspira, cierra los ojos y se pierde en los sonidos de la mañana, buceando en su esencia, intentando atrapar su armonía. Y, durante unos instantes, vuela sobre la superficie de la tierra, hasta que empieza a notar el sabor de la despedida.
Ya tiene todo listo para marchar, y aún quedan algunas horas, así que la mañana le invita a un último encuentro. Un paseo en soledad, atravesando la niebla y los pensamientos, hasta llegar a las rocas que señalan el final del camino, y que resguardan aquel “banco mágico”, santificado por Lucía.
Siempre decía que aquel punto era una especie de mirador energético, creado por la naturaleza para sanar las mentes de los que allí se sentaban. Y aquella noche, de repente, vieron cómo la salida de la luna se producía justo en el epicentro de la escena, entre las rocas y el mar. Pensó que Lucía sabría de antemano el dato y no se lo había dicho, pero ella no daba pistas, solo estaba ensimismada, sonriendo y en silencio.
Nada que ver con la escena que se le mostraba hoy, firme, imponente, con el mar y el cielo bailando, y la claridad buscando el espacio para avanzar. Y la nostalgia regándolo todo… Tal como llegó, se fue. Así sucede con la magia, parece ser. La magia que les hizo encontrarse y compartir el camino, y que luego desapareció, se la llevó.
“Hay que saber bailar con el destino”, decía. Y así lo hizo, siguió bailando su danza cósmica lejos de él, y todavía no entiende por qué. No hay ni un solo argumento racional al que poder aferrarse. Nada, y a la vez todo. Muchas emociones y palabras abstractas que no definen un motivo, al menos para él.
Ella hablaba de un viaje, de una búsqueda, que por algún motivo ya no podían hacer juntos. Pensó que lo decía por la maternidad, y se lanzó directo a sus brazos diciendo que tendrían hijos en cuanto ella quisiera. Pero ella solo se entristeció, y le dijo que necesitaba abrir mucho el corazón para comprender.
Y ya está, la despedida. El final. Y el principio de una vida sin ella. Nunca sabe dónde está, pues así lo decidió él, como medida de protección.
Pero el corazón no está protegido, está encerrado, y quiere salir, y gritar… Y llorar, y amar, amarla a ella.