«Algunos han interpretado las rocas, los animales y los árboles de Orfeo como alegorías de la parte más irracional del alma».
Una enorme sacudida en el cerebro le hace abrir los ojos y retorcer el cuerpo, que parece ajeno, tendido en una cama extraña. Algo no está bien, todo se mueve, necesita vomitar. Pero al intentar llevar los pies hasta el suelo la situación empeora.
Una mano se posa en su espalda y le produce una profunda sensación de angustia, que le impulsa a levantarse y avanzar en busca de un escondite, sin mirar atrás. Por suerte tras la puerta más cercana encuentra un cuarto de baño, en el que poder encerrarse y vaciarse.
Del desconcierto, a la dura realidad. El espejo refleja su cara desnuda, una mueca desfigurada que no encuentra razones. Joder. No entiende nada, pero sabe que eso no le va a librar… La realidad espera, y el agua ayuda, así que sumerge las manos y la cara bajo el chorro helado del grifo. Y de nuevo el espejo, que por un momento parece abrirse para dejarle escapar. Pero sigue allí, acompañado por ese terrible malestar.
Los motores de su cabeza empiezan poco a poco a arrancar, devolviéndole algunas imágenes difusas como única pista. No necesita mucho más, incluso prefiere no recordar, solo escapar… Recuperar su ropa, su móvil, pedir un taxi, ponerse su armadura y cruzar de nuevo el umbral.
Con la mente fundida, se esfuerza por colocar sus objetivos al frente y proyectar serenidad. Cuanto antes, mejor, solo es cuestión de respirar y afrontar. Sacude la cabeza, abre y cierra los ojos varias veces y se aferra al pomo. Una, dos y tres.
Al abrir, solo encuentra oscuridad… su eterna aliada que, esta vez, se disfraza de desafío. Avanza despacio, invocando a la seguridad. Tantea con la mano la pared, y encuentra el interruptor. Se queda durante unos segundos inmóvil, demorando el momento, pero al fin se decide. Enciende la luz. Y se encuentra de frente, de nuevo, con su soledad.
Cuando el taxi se detiene frente a su portal ya empieza a vislumbrarse un rayo de luz tras los edificios. Suerte que la noche haya decidido acompañarle hasta el final. Al cruzar la puerta siente un embriagador alivio, la protección de la celda de confort.
Sin quitarse la ropa, se derrumba en el sillón. El cansancio se tiñe de una sensación extraña, que no responde al sueño ni a la resaca, más bien al desazón. Como si le hubieran robado algo que guardaba en su bolsillo interior.
Pero los únicos bolsillos que caben en su razón son los de su vaqueros, y siempre suelen estar vacíos. Aunque en el izquierdo parece haber algo que se le clava, y al meter la mano, encuentra una piedra negra, brillante, que no recuerda haber visto antes.
Al sostenerla en la mano, se amplifica esa extraña sensación, como una corriente magnética que parece aferrarse a sus células. Y no la suelta, y cierra los ojos, y se hunde.
Y se encuentra solo, en medio de una sala oscura, envuelto por un zumbido. Todo su cuerpo está en tensión, inmóvil, pero su mente es capaz de proyectar cambios en la vibración, y alterar el sonido. Mientras lo hace, percibe pequeños hilos de luz que atraviesan la densidad de la atmósfera y se clavan en él. Miradas lúcidas, que le rodean, que le observan…
Intenta abrir los ojos pero la imagen permanece escondida tras sus retinas. La luz comienza a hacerse fuerte fuera, pero no se siente capaz de despertar. Quizá solo pueda rendirse, dejarse llevar; afrontar esa temible escena, su verdad, su fingida soledad.