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25 – La Pregunta

«La armonía más perfecta e impecable no puede ser percibida por el oído, pues no existe en las cosas sensibles, sino sólo como ideal concebido por la mente».

Ya lleva un rato sumergido en la pantalla del Mac, revisando el material nuevo para la próxima sesión en Luxury, saltando de canción en canción sin seleccionar ninguna, sin encontrar un remanso en el que perderse, ni un clavo ardiendo al que agarrarse.

Al quitarse los cascos y enfocar la pantalla del móvil, no le sorprende encontrar una llamada perdida de Enrique. Meira no pierde el tiempo, y va a utilizar toda la artillería. No entiende por qué está tan ofuscada con la idea, aunque en el fondo sabe que no es solo cosa suya. Y realmente no queda mucho margen. Tiene que decidir cuál va a ser su posición y afianzarla ya. No puede respaldarse en el nivel de trabajo porque es demasiado recurrente y seguro que ya tienen listo el contra-ataque. El único argumento real es que no quiere hacerlo. Y es un adulto y una persona libre de decidir, no se siente cómodo, no cree que pueda funcionar… O quizá solo quede rendirse.

Pero, ¿cómo va a conducir él un evento que versa sobre algo que no comprende? Él no es filósofo, y ni siquiera sería considerado como un músico por la mayoría de los asistentes. No hay legado… Y al mirar dentro, tal y como le pide Meira, solo encuentra desazón y desconcierto. Una maldita nebulosa de penumbra que tan solo difumina la oscuridad.

Instintivamente agarra la piedra y la aprieta con la mano izquierda. Se deja caer en el respaldo de la silla y resopla. Deja los párpados caer, y empiezan a superponerse un montón de escenas, de información, de… todo y de nada. Joder. Hasta que esa pequeña chispa que hay en el fondo se va transformando en un halo de luz, que fluye lenta como la lava por su cabeza mientras su cuerpo empieza a ceder, y la tensión recorre sus músculos hacia el brazo y se concentra en la mano que sostiene la piedra. Entonces empieza a arder, pero a la vez esta fría.

Joder, increíble. La maldita piedra se la ha vuelto a jugar, pero esta vez parece que ha jugado a su favor. Ha decidido absorber toda su morralla mental, dejándole, eso sí, solo frente al vacío.

Embaucado, decide sustituir los bombos por la Tocatta de Orfeo de Monteverdi. Al cerrar los ojos casi puede sentir el fluir del movimiento de las manos de su padre a través del aire, dibujando la melodía, como siempre hacía. Algo tenían sus manos, y todo lo que tocaba, lo que creaba, vibraba de forma especial. Como el cuaderno de piel, que lleva años relegado en la estantería donde solo caben objetos del pasado.

«¿Existe la melodía perfecta…?»

La eterna pregunta sin respuesta. Se presentó en su vida cuando tan solo tenía once años vestida de astronomía, de ciencia, de matemáticas, de filosofía, de mística. De regalo de cumpleaños. Y, cuando fue mayor, se convirtió en un regalo de despedida. Ahora es una maldición, que le persigue, le acecha y le condena.

El calor de la música haciéndose agua en sus ojos resbala por sus mejillas, trazando el surco perdido de la emoción. La vibración de la atmósfera se intensifica y marca su presencia, solemne, cálida, profunda. El llanto irrumpe como rompe un buen bombo en lo más alto de la mezcla, y se mezcla con sollozos y exhalaciones, en la sinfonía de un niño desconsolado.

¡La melodía perfecta no existe!

Tras varios minutos cargados de derrumbe emocional, de escombro, de purga, coge el móvil y pulsa en la pantalla.

Vic… que alegría oírte.

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